CICLOTURISMO EN CAMBOYA

Este es uno de esos países que es un regalo para los ojos. Sus carreteras son tranquilas y discurren por escenarios mayormente rurales. Pero fue pedaleando Camboya donde tuve la experiencia más desagradable después de nueve meses de pedaleo.
Económicamente hablando, es un país modesto. Su parque automovilístico no es muy numeroso, por lo tanto, menos coches en las carreteras. Hasta aquí todo bien. El problema es que no disponen de muchas y es por este motivo que una de ellas está especialmente transitada. Es la nacional cuatro, que une el mayor puerto del país y su destino playero más turístico con la capital.


Pedaleando por esta última todo fue bien hasta que desapareció el asfalto en el arcén de la carretera. Esto coincidió con que a la ruta principal se le unía otra ruta secundaria. Durante cincuenta kilómetros, pedalear fue un auténtico desafío a mi habilidad para circular sobre la línea que delimita el carril y los pocos centímetros de arcén que le restaban a la carretera. La habilidad de los conductores para hacer pasar el camión entre los vehículos que venían de frente y el molesto ciclista al que tenían que adelantar, la desconocía. En ningún momento, ningún camión ni autobús redujo su velocidad para que pasase el que en ese momento venía de frente y así, poder adelantarme sin poner mi vida en peligro. A la hora de decidir entre arrimarse al centro de la carretera, o al lado del arcén que es donde está el ciclista, no tienen ninguna duda. El perjudicado va a ser siempre el más pequeño. Triste ley de vida.

Según la «Ley de Murphy»: si algo puede salir mal, saldrá mal. Así pues, cuando me encontraba pedaleando esa carretera sobre la raya del arcén, comenzó a llover. No llovía suavecito, sino con rabia, a cántaros. Para rematarlo, un fuerte viento a duras penas me dejaba ver lo que tenía delante. A partir de aquí y hasta que amainó el temporal, no me quedó más remedio que circular por el arcén que carecía de asfalto y estaba minado de baches. Cuando coincidíamos en el mismo punto un vehículo, una bolsa de agua de la carretera y yo, la ducha estaba asegurada.


Con diferencia, lo más desagradable y peligroso eran los autobuses. Estos circulaban a una velocidad endiablada y movían mucho más aire que un camión. Fue uno de estos que me puso los pelos como escarpias. El tipejo me adelantó dejando no más de dos centímetros de margen entre la bestia y yo. Sentía el rugir del motor como si estuviera sentado sobre él. El aire que arrastraba el autobús nos envolvió a Venenito y a mí impulsándonos hacia adelante. Me pareció que tardaba siglos en adelantarme cuando probablemente, no pasarían más de tres segundos. Toda una experiencia de vida que haré todo lo posible por no repetir.

Quince kilómetros antes de llegar a destino, un desvío me alejaba de la carretera principal llevándome a una carretera secundaria sin apenas tráfico. Incluso hasta salió el sol. Y es que, no hay mal que cien años sufrí una pájara, fue la primera y última de todo el viaje. Pequé de confiado. Después de almorzar en un bar de carretera, me lancé a recorrer los últimos sesenta kilómetros que me quedaban hasta destino sin más sustento que agua. En cincuenta y un kilómetros de sube y baja, no encontré ni una triste tienducha donde comprar unas galletas. Por no haber no había ni casas. La carretera discurría por las faldas de los montes Cardamomos. Preciosa cadena montañosa tropical que con sus constantes subidas y bajadas, me dejó sin combustible. El cuerpo me pedía azúcar a gritos. Algo con lo que poder seguir en vertical en la bicicleta. Sentía que en cualquier momento me iba a caer de lado. Cada poco tenía que parar para estirar y coger resuello. Hasta que aparecieron ante mi unos puestos de carretera.

Allí tomé un par de zumos industriales, comí un paquete entero de bollos, y salí renovado y encantado de la vida por poder seguir dando pedales. Para poner la guinda a la fiesta, los últimos seis kilómetros de la etapa fueron un juego. Seis kilómetros de descenso hasta un valle rodeado de bosques por todos los lados y con un inmenso río en su fondo que lo partía en dos, como ocurre con casi todos los valles del mundo. Después de un día tan duro, disfruté cada uno de los últimos metros. Dejándome caer cuesta abajo, buscaba trazar la curva perfecta con suaves movimientos del manillar.

A pesar de estas historias para no dormir, Camboya es un país agradable para pedalear. Como en otros países de la zona, la gente te saluda alegremente al pasar. Algunos se sorprenden de que estés por allí y te miran con ojos de rueda de molino. Otros te invitan a que pares y les ayudes a matar el tiempo en este país con tan pocas televisiones.

Y como todo tiene su fin, mi viaje en bicicleta también tuvo el suyo. Después de 7999 kilómetros, decidí que ya estaba bien. Por otro lado, mi próximo destino eran las islas Filipinas. Siempre es complicado subir la bicicleta a un avión, pagar por ello, y esperar en el aeropuerto para quizá, recoger sus restos. Bien es sabido que tratan el equipaje como pellejos, allí y en cualquier otro sitio. Además, las islas tienen el problema añadido de tener que viajar cada poco en barco y, cómo no, tener que pagar por ello y luchar constantemente para no ser timado. Para más inri, era época de lluvia en el archipiélago filipino, todo esto facilitaba mi decisión.
Por lo tanto, después de recorrer durante tres días en bicicleta el yacimiento arqueológico de Angkor, vendí a Venenito al mejor postor, que no al más guapo. Conseguí un buen precio por ella y todo el equipo sin muchos quebraderos de cabeza.

Tuvimos muchos pinchazos el tiempo que estuvimos juntos. Ella perdió varios tornillos que fueron repuestos, a mi ya no me queda ninguno. Quemamos juntos dos cubiertas, un par de pedales, un juego de piñones, una cadena, cerca de veinte radios y dos juegos de pastillas de freno. En Vietnam tuvimos un par de colisiones. En casi todos los países algún amago de ataque cardíaco, ya que siempre hay el típico o la típica PIIIIIIIIIIIIII que no respeta al prójimo y te adelanta dejando la distancia de un folio de canto entre su vehículo y esa hormiguita que va pedaleando. Conocimos mucha, muchísima gente juntos, y también juntos descubrimos montañas, valles, ríos, bosques, cielos y mares. No fueron pocas las veces que vimos en marcha amanecer y atardecer. Ahora que viajo con mochila al hombro, no exagero ni un poquito cuando digo que echo de menos la rutina de bicicleta. Lo bien que me hace sentirme, lo respetuosa con el medio ambiente que es, lo mucho que da y lo poco que pide, y la inmensa libertad y agradecimiento que se puede sentir sobre ella.
VIVA LA BICICLETA!!!
